Después «alguien»: pascua y silencio
En la antología poética de Wislawa Szymborska que publicó la Colección Visor de Poesía en 2016 yace uno de los poemas que más me ha cautivado y cuestionado. Ahora, tras unos meses de haberlo leído, he vuelto a el poema para intentar entender por cual fisura entra en mi cuerpo y con que palabras de forma a lo que yo aún no sé nombrar.
El poema lleva por título: “Fin y principio”. Cualquiera que lo lea descubrirá prontamente que se trata del fin de una guerra y del principio de una reconstrucción. ¿En quién pensaba la ganadora del premio Nobel de literatura de 1996? ¿Alguna guerra en particular? ¿Algunos nombres de su corazón? ¿Pensaba en su natal Polonia? ¿En Cracovia?
Lo que es cierto es que sus versos exponen con desnudez al miedo, ese que nos hace mordernos los labios o incluso los dedos. Desnuda el miedo, lo presenta ante el lector y, quien quiera atreverse a mirar, descubrirá las múltiples formas que tiene el horror de recordarnos que estuvo aquí o allí.
El poema inicia con la claridad que hace falta tener para mirar tras el humo:
Después de cada guerra
alguien tiene que limpiar.
No se van a ordenar solas las cosas,
digo yo.
Después — de — cada — guerra. ¿Qué hay después? Un alguien que limpia y que ordena. Alguien que insiste en hacer versos tras la bomba. Que insiste en colocar letras, verbos y versos para ordenar el desorden del temor y el odio; de la muerte.
Alguien debe echar los escombros
a la cuneta
para que puedan pasar
los carros llenos de cadáveres.
La muerte sin memoria enumera cadáveres y los convierte en cifras, números; ya no hay nombres ni rostros, solo carros llenos de cuerpos. Allí están un niño, una niña, el panadero, la maestra, el estudiante, el soldado de un bando y el del otro, el presbítero y el pastor, el amigo, el hermano, la madre, algunos hijos, un padre. Anónimos. Condenados al silencio. Aquí, se sugieren otros versos titulados “Vietnam”. En estas líneas, la poeta describe cómo las palabras se traban, justo antes de salir de la boca, cargadas de pavor:
Mujer, ¿cómo te llamas? — No sé.
¿Cuándo naciste, de dónde eres? — No sé.
¿Por qué cavaste esta madriguera? — No sé.
¿Desde cuándo te escondes? — No sé.
¿Por qué me mordiste el dedo cordial? — No sé.
¿Sabes que no te vamos a hacer nada? — No sé.
¿A favor de quién estás? — No sé.
Estamos en guerra, tienes que elegir. — No sé.
¿Existe todavía tu aldea? — No sé.
¿Estos son tus hijos? — Sí.
No sé como me llamo. No sé como se llaman. Solo se que estos son mis hijos e hijas. Mis hermanos y hermanas. Mis amigos y enemigos. Todos son los cadáveres que van en aquel camión. Y alguien, quien sabe por qué o cómo, se preocupa por remover para dejar pasar, quitar para permitir el tránsito. Sigue trazando Wislawa:
Alguien tiene que arrastrar una viga
para apuntalar un muro,
alguien poner un vidrio en la ventana
y la puerta en sus goznes.
Hasta este punto, parece que esa persona no tiene más opción que intentar sanar la herida restaurando todo en su lugar: aquí estaba la puerta, allá el letrero, acá se vendían estas flores, más allá el muro y más acá nuestros muertos. Aún queda mucho por reconstruir, ordenar y reconocer. Lo cierto es que hasta ahora, las cámaras se han ido, nadie menciona esta guerra y nadie busca recordar a los hijos e hijas que ya no juegan en el parque:
Eso de fotogénico tiene poco
y requiere años.
Todas las cámaras se han ido ya
a otra guerra.
Las cámaras tienen una adicción por los rostros que pueden categorizar rápidamente: aquí un enemigo, aquí un soldado, aquí un aliado, aquí la confusión y la guerra. Pero cuando la muerte se presenta con su silencio y sus preguntas: ¿Dónde está tu hermano? ¿Y tu hermana? Las cámaras no limpian, no organizan, no abren paso a los vehículos, no son «alguien».
A reconstruir puentes
y estaciones de nuevo.
Las mangas quedarán hechas jirones
de tanto arremangarse.
Irónica la humanidad, que es experta en construir puentes para superar los límites de mares, lagos, ríos y orillas, pero incapaz de construir puentes para superar su desconcierto ante la amplia diversidad humana, detrás de la cual yacen otros que son hermanos y hermanas. Volviendo sobre los versos, la poetisa polaca continúa:
Alguien con la escoba en las manos
recordará todavía cómo fue.
Alguien escuchará
asintiendo con la cabeza en su sitio.
Pero a su alrededor
empezará a haber algunos
a quienes les aburra.
Todavía habrá quien a veces
encuentre entre hierbajos
argumentos mordidos por la herrumbre,
y los lleve al montón de la basura.
¿Recuerdan cómo era esta plaza? Se preguntan quienes reconstruyen desde sus propios escombros lo que una vez fue y que ya no podrá ser. La nostalgia se mezcla tanto en aquellos y aquellas que con la escoba en mano llueven sobre lo que limpian, como en aquellas y aquellos a quienes les aburre, ¿o abruma? tener que recordar el segundo exacto en que se les arrebató el aliento a sus seres amados. A seguir que para hacer memoria están los periódicos, las cámaras y los que vendrán cuando todo este reconstruido a sacar alguna ventaja del «monstruo de la memoria» — por usar las palabras de Yishai Sarid — o del llanto que yace dormido en la garganta de esos y esas que algunas vez fueron solo polvo y soledad. Los argumentos, como el muro herido por las balas y las bombas, no se reconstruyen ni se salvan, solo van a donde no sirven: la basura.
Aquellos que sabían
de qué iba aquí la cosa
tendrán que dejar su lugar
a los que saben poco.
Y menos que poco.
E incluso prácticamente nada.En la hierba que cubra
causas y consecuencias
seguro que habrá alguien tumbado,
con una espiga entre los dientes,
mirando las nubes.
Y, cuando la memoria deje de ser remembranza, aquellos y aquellas, los que tomaban la escoba, recogian los escombros y daban nombre a sus soledades, dejarán de incomodar con sus muertes y la nada volverá a empuñar su discurso para ir tras la siguiente cámara, la siguiente guerra. Sin embargo, esta tierra — que tiene su propia forma de sanar — recubre las huellas de los soldados y abraza los pocos cuerpos abandonados con su verdor. Cubre las causas, cubre las consecuencias. Aunque debajo ruge la podredumbre, ruge el sin sentido. Las nubes, en lo alto, se muestran tranquilas porque al menos hay un solo cuerpo que las mira y no carga un uniforme. Si es posible decirlo de otro forma, Yishai Sarid diría:
Concéntrate, siéntelo, están aquí, a nuestro alrededor, son parte de la naturaleza. Llegaron como infrahumanos y se convirtieron en gusanos, en polvo, en sabandijas que fueron machacadas. Mira ese bicho que corre ahí ahora debajo de ti, esa especie de ciempiés. Están dentro de él, porque ha devorado las cenizas de camino hacia el bosque.
Después de leer estos versos de Wisława Szymborska, he reflexionado sobre los cuerpos que quedan tras la guerra y la muerte. Son biografías tejidas en un silencio inhóspito, donde no hay consuelo ni palabras que salven. He pensado en las mujeres de la Pascua, aquellas que enfrentaron la muerte al amanecer para encontrar consuelo al tocar el cuerpo de su amigo, Jesús — otro herido de guerra — , el marginal de Nazaret. También he pensado en aquellos que, al enfrentarse al monstruo que puede ser la memoria, rezan con Elie Wiesel: «Consumieron mi fe para siempre […] asesinaron a mi Dios y mi alma y convirtieron mis sueños en polvo»; o con Sarid: «Me habría gustado unirme a esa oración, pero Dios no estaba allí, de eso estaba seguro, y si estaba, era un dios de mierda, mierda de padre que estás en los cielos, mierda grande, y al final solo contestaba con ellos, amén». Y Dios, herido como su hijo, no sabe qué decir.